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Todavía con columnas de humo y llamas que se resisten a desaparecer en el horizonte, la Península continúa afrontando uno de sus peores veranos en materia de incendios forestales. Un estío en el que han comenzado a surgir viejas preguntas, sobre viejos problemas, pero que han adquirido nuevas cotas de peligrosidad. En las últimas tres semanas, la opinión pública lleva aprendiendo, a marchas forzadas, cuestiones que ya sonaban, como la necesidad de invertir en prevención a golpe del tópico que reza por enésima vez eso de que “los incendios no se apagan en verano, se apagan en invierno”.
Pero la realidad es que hay factores determinantes más allá de la necesaria financiación anual en materia de prevención y gestión de incendios forestales. Podría decirse que es un trabajo que surge mucho antes del verano. Concretamente, de la friolera de décadas antes. Hablamos de cuestiones como el qué se planta en el monte, pero mucho más importante, el cómo se planta y, sobre todo, cómo se ordena.
Desde El HuffPost analizamos con un doctor en ingeniería forestal cómo influye y ha influido en determinadas zonas la falta de una planificación y ordenación de las áreas forestales, en el actual escenario marcado por los cada vez más evidentes efectos adversos del cambio climático. Pero también conversamos con uno de los representantes de la mancomunidad de un bosque gallego que, hace ya casi 10 años, decidió dar un valiente paso y apostar por otro modelo que resurgió de las cenizas de voraces incendios. Les valió el reconocimiento y distinción de la mismísima Organización de Naciones Unidas (ONU).
Cuando se pone el foco en qué especies arden en los bosques siempre hay riesgo de caer en un error habitual, una “media verdad” como lo define Eduardo Corbelle Rico, doctor en Enxeñería Forestal por la Universidade de Santiago de Compostela (USC). Y ese foco, indudablemente, se pone cada año sobre el eucalipto y el pino. La primera, la reina de las pirófitas -plantas cuyo crecimiento y rebrote se ven favorecidos por el fuego-, la segunda, una especie que también genera importantes cantidades de biomasa que después acaba secando.
Ambas tienen características que las convierten en una suerte de bidón de gasolina natural si hay fuego en el bosque, pero eso no quiere decir que en las imágenes que nos hayan acompañado estas semanas el grueso de lo quemado se corresponda con estos denostados árboles. “Cuando se acusa a determinadas especies de favorecer la expansión de los incendios hay una parte de verdad”, subraya el experto, apuntando a que ambas especies cuentan con resinas o dejan pasar la luz favoreciendo un sotobosque -vegetación que crece bajo los árboles- densamente poblado, con más arbusto y matorral. Por ejemplo, de haberse reproducido las características de los incendios de Ourense en las zonas atlánticas de eucaliptos de A Coruña y Pontevedra la peligrosidad y velocidad de propagación de las llamas serían mayores.
Pero Corbelle va más allá de las especies arbóreas para romper otra falsa creencia. Dentro de lo que acostumbra a arder cada ejercicio, el grueso tampoco suelen ser vastas extensiones de árboles. Todo lo contrario. “En un año normal, convencional, en Galicia estamos por debajo de las 20.000-30.000 hectáreas y lo que arde fundamentalmente es matorral. En los años en los que se dan las actuales condiciones, de una sequía relativamente prolongada, vientos fuertes del nordeste, temperaturas altas durante 15 días o más… ahí comenzamos a tener fuegos grandes y dentro de la composición de lo que arde, comenzamos a tener mayor presencia de arbolado”, diferencia el ingeniero forestal.
“El elemento fundamental [de los incendios] es el cambio en el paisaje de los últimos 60 años”
También hay otra media verdad a aclarar, quizás la contraria a la mencionada sobre los eucaliptales y pinares, la de que todas las frondosas caducifolias actúan siempre como cortafuegos -pensemos en la clásica imagen de Portugal de robles que no han llegado a arder, pero rodeados de eucaliptos calcinados-. Se debe también a las características de estas, que acostumbran a crecer en zonas de vaguada y valles mientras sus altas copas restan luz al sotobosque, contribuyendo a que haya menos vegetación. Además, explica, tienen niveles más altos de humedad y eso también afecta a las llamas, que pierden fuerza con la evaporación.
“Lo que suele pasar es que a menudo se ve llegar un incendio ladera abajo, llegar a una zona de frondosas, araña un poco la superficie y para”, explica sobre este efecto de barrera natural indicando que “es el argumento que se esgrime a veces para decir ‘si tuviésemos todo de carballo no ardería nada'”. Pero no, no es un axioma y señala que tenemos ejemplos muy recientes, como lo ocurrido en Las Médulas (León), donde las llamas han devorado castaños centenarios: “En años de este calibre, con esta sequía, todas las especies arden”.
Por estos motivos, Corbelle apunta a que centrar la discusión en qué especies arden o no desvían el debate del verdadero componente esencial. “El elemento fundamental es el cambio en el paisaje de los últimos 60 años. Tenemos muchísima más vegetación de todos tipos: más volumen, más masa y, además, mucho más continua”, enumera, recordando aquella imagen mítica del pasado de la ardilla que podía atravesar la Península de árbol en árbol sin bajarse: “No sé si fue el caso, pero ahora empieza a serlo. Y eso también explica por qué hay más jabalí o más corzo”. Pero, sobre todo, explica cuáles son los deberes inmediatos y por qué pasan por la ordenación.
“Es un poco la sensación de quien vive sobre un polvorín. Como sociedad vivimos encima de un leñero, confiando en que no arda. Malo será, malo será… efectivamente, la mayor parte de los años no suceden grandes catástrofes, pero tarde o temprano alguna va a suceder”, describe Eduardo Corbelle, antes de entrar en la que es su especialidad y cuya tesis le valió su premio extraordinario de fin de carrera, la gestión de tierras y el abandono de la actividad agraria. “Es la consecuencia de dos cosas. Cada vez dedicamos menos terreno a la agricultura y a la ganadería. El ganado que hace pastoreo en la Península, y en general en el hemisferio norte, es muchísimo menos que el de hace 70 años”, señala el ingeniero forestal, añadiendo que “por otro lado, también tuvimos unas políticas activas de reforestación”.
Y eso nos hace retroceder en el tiempo hasta la posguerra (1940-1950), a la creación de la institución denominada Patrimonio Forestal del Estado, destinada a reforestar grandes masas con especies de motivación comercial -el pino era el rey antes de que llegase el eucalipto en los sesenta-, sin respetar las variedades autóctonas o en base a criterios ambientales o silvícolas. Y en tierras como las gallegas, con el franquismo usurpando el monte comunal a los vecinos o impidiendo que fuesen terrenos para ganado: “El objetivo fundamental era producir madera, por lo tanto, se plantaba lo que fuese a crecer más… hectáreas, hectáreas y hectáreas”.
“En los años sesenta hay un cambio social y demográfico muy importante. España, como sociedad, empieza a desagrarizarse, comenzamos a tener más población que se va a las ciudades y ya no se dedica al campo. En muchos casos, ya no es que el Estado vaya a plantar zonas que se querrían utilizar para pastoreo. Ahora es la población la que quiere plantar en áreas que no utiliza. Es una segunda oleada de plantaciones”, desgrana Corbelle de la denominada pérdida del mosaico agrario, recordando que en el noroeste del Estado español, el no actuar en una parcela, se traduce en que en cuestión de años habrá árboles fruto de la regeneración espontánea. Sin control ni planificación, claro.
“Disculpa que sea un poco frívolo, es un poco parecido al chiste de la persona que está cayendo de un rascacielos de 100 pisos y cuando va por el número 50 dice: ‘Por ahora todo va bien’. Aunque fuésemos capaces de eliminar por completo cualquier actividad incendiaria, que fuésemos capaces de concienciar por completo a la población, que no hubiese ningún tipo de negligencia. Con la cantidad de biomasa que tenemos alrededor de las casas y en el territorio, basta una tormenta seca, una chispa de un ferrocarril o de un coche saliéndose de la vía, para que tengamos un evento gordísimo. Esto es ordenación territorial, bueno, en realidad es la ausencia de ella”, señala de la existencia de ese volumen ingente de biomasa.
Pero, ¿cuál es la receta para acabar con este escenario? Corbelle indica que empieza por la planificación y el uso de la tierra: “Tenemos que ir introduciendo elementos de discontinuidad de la biomasa en el paisaje, asegurando que haya zonas de otra utilización, de actividad ganadera y agrícola, que permitan grandes áreas que carecen de grandes densidades de matorral y arbolado. Es lo único que realmente va a hacer que podamos apagar este tipo de fuegos”.
Pero este diagnóstico se enfrenta a un importante reto en el noroeste, el epicentro cada años de los incendios -con permiso de un Levante y un Mediterráneo que sufren cada vez más el golpe de los fuegos de sexta generación-. “El gran obstáculo para contar con una gestión de este tipo es el modelo de propiedad que tenemos”, expone, apuntando a que la extensión de la parcela en el noroeste es extremadamente pequeña -en Galicia la extensión media de la propiedad forestal se mueve en torno a los 1.500 metros cuadrados- y eso tiene mucho que ver con la proliferación del eucalipto.
“Imagina un propietario medio que tenga diez o doce propiedades de mil metros cuadrados repartidas por el municipio. Realmente, no hay ningún tipo de gestión forestal razonable que pueda hacer con esas propiedades. Si no quiere dedicarlas a pastoreo o a plantaciones de ciclo más corto, lo más razonable [en términos económicos, de rentabilidad, de economización de esfuerzo y, sobre todo, no ambientales] es plantar eucalipto”, apunta a la raíz de por qué esta especie ha sido la apuesta de propietarios individuales en zonas atlánticas y otras variedades con resistencia al frío (Nitens) ya han arraigado dando el salto al interior de Ourense y Lugo.
“[Las mancomunidades] tienen la dimensión suficiente para plantear modelos de gestión más ambiciosos, que ya no sea solo plantar eucaliptos”
El doctor en ingeniería forestal también recuerda que el asociacionismo, aunque un factor clave para la ordenación, acostumbra a ser tan necesario como insuficiente. Por ejemplo, alude a que hay experiencias de uniones, como la de la comarca de O Morrazo (Pontevedra), donde a pesar de reunir a varios propietarios no se logran conformar grandes extensiones. ¿Por qué? Porque muchas parcelas colindan con las de dueños que no han querido sumarse. Por este motivo, Corbelle echa en falta figuras como las Unidades de Xestión Forestal (Uxfor) que buscó desarrollar el Gobierno bipartito de la Xunta (2005-2009) con la Lei de Montes. Entre otras cosas, obligaba al propietario díscolo a sumarse a la unión o presentar un proyecto alternativo.
Pero Corbelle señala que hay otro “elefante en la habitación”, las mancomunidades de montes, el modelo que se vio neutralizado por la dictadura fascista y que a través de pleitos y procesos judiciales pudo volver a ser recuperado gradualmente en comunidades como Galicia, Castilla y León o Asturias. Se trata de una gestión colectiva de un bosque por parte de un grupo de personas y que se diferencia de una propiedad pública perteneciente a un Ayuntamiento. Y, lo más importante, por la mayor cantidad de hectáreas que suelen gestionar, tienen el potencial de cambio: “Tienen la dimensión suficiente para plantear modelos de gestión más ambiciosos, más diversificados, que ya no sea solo plantar eucaliptos”.
Las mancomunidades también se enfrentan a sus propios retos. Además de una junta de comuneros envejecida, con una media de más de 70 años, que se une a casos de fuerte despoblación, Corbelle identifica una falta de apoyo directo por parte de la Administración en cuestiones como una “labor de tutela efectiva para ayudar a tomar decisiones, estar mejor informadas, a saber donde termina y empieza la propiedad… “. Y a todo ello se suma el condicionante del otro monte con el que tienen que convivir estas mancomunidades: “Hay muchos casos en los que la propiedad forestal que causa más peligro, desde el punto de vista de los incendios, es la propiedad individual que está alrededor del monte vecinal, la que además está más cerca de las casas”.
La prueba de ese antes mencionado potencial de cambio de las mancomunidades de montes está en el trabajo bien hecho, en experiencias como las que se viven en el monte de Froxán, en el concello coruñés de Lousame. Ardió en 2006, prácticamente al completo. En 2016 volvió a registrar otro fuego más pequeño, de 10 hectáreas, pero de esas últimas cenizas brotaron una lección y una respuesta. Lo cuenta uno de los promotores y artífices, Joám Evans Pim.
“Muchas veces las iniciativas de buscar una gestión alternativa del monte o crear territorios más resilientes ante el fuego o el cambio climático son reacciones a catástrofes. Se formó una idea muy clara de que si queremos evitar que esto sea cíclico, teníamos que cambiar por completo el enfoque del monte”, explica a El HuffPost. Ese nuevo enfoque les valió el reconocimiento de la ONU, al ser junto al bosque pontevedrés de Santiago de Covelo, los primeros de España y terceros de Europa en ingresar en el registro ICCA, dependiente del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente.
Antes de ser distinguido con esta figura que destaca espacios naturales gestionados, recuperados o rehabilitados con eficacia por comunidades locales o indígenas, en Froxán nació una iniciativa conjunta entre el monte vecinal y Montescola -proyecto que desembocaría en fundación- que, entre otras cosas, lleva ya la friolera de 20.000 árboles frondosas autóctonas plantadas, sin contar especies arbustivas, y ha recuperado múltiples hábitats de turberas que habían visto su lámina de agua deteriorada. A través de Montescola también realizan actividades educativas con niños y jóvenes basadas en la sensibilidad ambiental.
Trabajos de reforestación y eliminación de especies invasoras en el monte de Froxán (Lousame, A Coruña), un bosque que recibió el reconocimiento de Naciones Unidas.MONTESCOLA
Mas no solo eso. Porque si algo ha trascendido en los cerca de 10 años de esfuerzo en Froxán fue lo que nació de la mano de una veintena de personas, pero que después se multiplicaría y se expandiría a distintas partes de Galicia, las conocidas como brigadas deseucaliptizadoras. El nombre -por cierto, que hasta tuvo eco en la palabra del año 2018 de la Academia gallega-, no deja lugar a dudas de su trabajo, consistente en cortar y machacar el rebrote de este tipo de acacia que impide que prosperen las especies autóctonas.
Aquellos 17 voluntarios hoy en día son ya 1.500, conformando un auténtico ejército de grupos que actúan periódicamente y a una escala mayor. Solo en lo que va de este año llevan 40 actuaciones. “Froxán se convirtió en un caso paradigmático de cómo darle la vuelta a un territorio con resultados de recuperación de los ecosistemas que demuestra que es posible. Demuestra que no tienen que pasar generaciones para ver resultados y esto es algo que aprecian mucho de los voluntarios”, explica Joám Evans Pim, de momentos como ver una ladera limpia de eucaliptos tras una mañana de trabajo o cuando vas retirando invasoras de una zona que no se tocó en 20 años, pero comienzas a ver asomar los pequeños brotes de carballos.
En Froxán también han aprendido que la lección del fuego pasa por asegurar el desbroce constante. Pero eso tiene un precio y, en su caso, calculan que costaría 100.000 euros anuales tenerlo todo limpio. “Tener ganado en el monte es la única forma sostenible de hacer prevención de incendios forestales. Nos dimos cuenta de que, a pesar de que llevamos casi una década trabajando para eliminar invasoras, para recuperar las masas de frondosas que evidentemente arden mucho peor, de crear discontinuidades rehabilitando zonas húmedas… a pesar de todo esto, nosotros no podemos desbrozar continuamente”, expone. Pero a este reto también están buscado solución.
Un grupo de voluntarios de las brigadas deseucaliptizadoras, retirando eucaliptos y otro tipo de acacias en el bosque de Froxán (Lousame, A Coruña).MONTESCOLA
Desde este monte también están desarrollando un proyecto por el que quieren introducir una población inicial de una decena de bestas (caballos) “que nos permita ir controlando la vegetación” en un terreno de unas 100 hectáreas. De momento cuenta ya con tres, un caballo y dos yeguas, pero han lanzado un crowdfunding para conseguir llegar a los 10, nueve hembras y el macho.
Esta campaña de micromecenazgo lleva por título A volta das bestas y consiste en establecer una manada de caballos salvajes amadrinando a los ejemplares. Es una respuesta a la pérdida histórica de este tipo de animales que en la década de los setenta alcanzaban las 20.000 cabezas. La idea es que esta experiencia se traslade después a otros montes cercanos para lograr mejores resultados. Por el mismo motivo que evidencia que la correcta ordenación del bosque es una asignatura pendiente que arde antes de llegar a septiembre: “No vale de mucho que tú trabajes solo tu monte si no hay un proyecto a escala mayor”.
Written by: Huffington Post
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