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¿Qué hace que un teatro tan grande como el de Mérida se llene convocando a ver una tragedia como Las troyanas? ¿Será la popular Isabel Ordaz, la cabeza de cartel de esta nueva producción? ¿Será el largo fin de semana que hace que muchas personas comiencen o terminen sus vacaciones en estas fechas con un plan cultural en un marco incomparable como es este teatro?
¿Qué será, será?, como dice la canción. Porque sin estudio sociológico que lo explique, todo pueden ser elucubraciones. Lo que ya no es tanta elucubración es lo infrecuente que el público masivo se encuentre con una producción como esta. Entre otras cosas porque los programadores suelen pensar en este público como un público entretenido que busca pasar un olvidable buen rato antes de la cena o de las copas.
Y porque en plena ola de calor, tanto climática como política, una tragedia no es lo que más refresca. Menos en tiempos sensibilizados con la violencia hacia las mujeres, y una obra que la muestra con crudeza no parece lo más recomendable. Hay que recordar que la obra va de cómo los griegos se reparten el botín de Troya una vez que la han derrotado. Y ese botín incluye a las mujeres troyanas para compañía, solaz, placer, servidumbre y sacrificarlas ante los muertos y los dioses.
Pero por esas coincidencias del destino, Cimarro, el conocido y poderoso director artístico de este festival, escucha la propuesta de una actriz que sabe que llenará el aforo, y le da un sí. Incluso acepta saltarse la norma no escrita del Festival de Mérida de que una directora, Carlota Ferrer, repita dos años seguidos. Quizás porque el Tiresias, que dirigió el año pasado triunfó. Como llenó con El beso de la mujer araña el Teatro Bellas Artes, teatro que Cimarro también dirige.
Y Carlota Ferrer ante esta nueva oportunidad no se corta. Arriesga como siempre. Como lo ha hecho Cimarro al elegirla y como hizo Isabel Ordaz al proponerla. Y entre los tres han conseguido hacer un espectáculo masivo contemporáneo.
Desde esa decisión consciente de naturalizar el habla. Estos griegos y estas troyanas hablan como cualquiera de sus espectadores. No hay épica en el uso del lenguaje. No ofrece el refugio de la belleza de la palabra convertida en filigrana de un poema rimado.
Todo se llama por el nombre que se le da ahora. Y se habla del dolor, de la venganza, del daño gratuito, de la posesión, de la colonización, del éxodo que los griegos provocan. Algo que hacen porque piensan que ellos lo valen y lo pueden hacer que para eso son los que han ganado (el relato) y mandan. ¿No recuerdan actitudes actualmente muy presentes en los informativos?
Un habla naturalizada para la que, como buena obra contemporánea, se ha creado una puesta en escena con la retórica de hoy en día. Una retórica que bebe de lo que se ve en las pantallas, en las que el fútbol canibaliza el imaginario colectivo, y de lo que se ve en los museos de arte contemporáneo: videoarte, mapping, performance y danza. Nada que no hagan compañías y artistas de lo más celebradas en los festivales más coolturales como pueden ser El Conde de Torrefiel, La Veronal de Marcos Morau, La Ribot y hasta Angélica Liddel.
Y música. Mucha música que se ha vuelto tan presente en nuestros días. Tiempos en lo que se vive con la sensación de que se puede escuchar lo que se quiera con solo un clic. Sensación que se traslada a esta producción de la mano de la música interdisciplinar de Tagore González, el famoso Lacrimosa del réquiem de Mozart y hasta de un desgarrador blues.
Cualquiera que haya llegado hasta aquí, podría decir, menudo batiburrillo o barullo. Pero es ahí donde se pone en valor la figura de la directora de escena. En manos de Carlota Ferrer todo esto adquiere la connotación de una historia contada hoy con los elementos que dicen algo al público actual. Que le habla, no desde la tradición ficticia y ficcionalizada con el espíritu entomológico y clasificatorio del siglo XIX, tan presente en los medios académicos y en la crítica oficial. Sino desde el día a día. Desde un imaginario presente en la cotidianeidad.
De ahí que las mujeres botín de guerra sean vestidas como si fueran del equipo de fútbol Troyanas. haciéndolas anónimas con una careta que las iguala, cubierta por el velo de una novia que se va a desposar. Camisetas con un número, el del lote que se va a sortear entre los griegos. Lotería en la que participa el héroe Ulises. ¿Pero qué clase de héroe es ese al que se ha usado y se le sigue usando como modelo?
De ahí que el inicio sea una danza, no muy lejana de lo que sería un flashmob. Para el que usa ese elenco fundamentalmente femenino y joven. Una coreografía en la que se mueven de manera marcial. Y que, al llevar botas, hace que se pueda escuchar los pasos de una guerra que sucede cerca ¿o que se acerca a unos espectadores que una noche de verano están sentados y en paz en un lugar como este? ¿Un aviso de la que se está montando fuera del teatro como en Comedia sin título de Lorca?
Un trabajo que, aunque también está pensado para girar, se puede considerar site-specific. Pues de los vistos hasta ahora es el único que usa el Teatro Romano de Mérida. Dando la oportunidad al público de disfrutar de ese frente escénico presidido por una gran puerta sobre la que se asienta la diosa Ceres, la de la fecundidad y celebración, con una hermosa iluminación. También como testigo de la tragedia y al que dan de arder los griegos, gracias a proyecciones, para reducir su belleza, como la que pudo tener Troya, a cenizas.
Una obra que está construida en imágenes. Como los frontispicios de templos griegos y romanos. Que la directora de escena muestra y recrea al inicio con una impresionante proyección hiperrealista. Y que, con simplicidad, colocando a actores y bailarines delante de esa proyección, los hace cuerpo para dar paso a la historia. Con esa visión de espectacularidad que exigen las obras que se hacen para el Festival de Mérida, y que, visto lo visto este y otros años, no siempre se cumple.
Este trabajo en escenas le permite mostrar las respuestas tan diversas que se pueden dar al dolor que provoca una batalla sangrienta y la derrota. Que incluye hasta la de esperanza, normalmente representada por la infancia. Una esperanza que la señala frente al vencedor, sabiendo que tendrá que hacer algo contra ella.
Escenas que son cosidas por Isabel Ordaz que interpreta a Hécuba, la reina de Troya destronada que ha perdido hijos y marido, con su peculiar timbre de voz, una calmada resignación y una urgente responsabilidad. Convertida en esta producción en una mujer mayor de luto a la que le pesan y le duelen las botas de guerra que lleva puestas. De las que se libera con la sencillez que cualquiera se descalza cuando llega a casa. Ejemplo de la delicadeza, que no se siempre se aprecia, con la que está hecha esta producción.
Ella es el testimonio superviviente de la tragedia. La que recoge y cuenta. La que reflexiona en voz alta sobre lo que sucede en escena. La que hace resonar con esa voz tan poco trágica que tiene en el teatro la frase de que la paz solo es la antesala de otra guerra que de nuevo traerá, éxodo y venganza.
Tiempos de una paz enlutada, al estar cimentada sobre el dolor y la muerte de otros que podrían haber sido o podrán ser los propios espectadores. Y que en días tan calurosos como este agosto disfrutan en la playa tumbados y jugando frente al mar. Mientras la denuncia de esas guerras es vista y contada en escena como un mínimo espectáculo dadaísta, movimiento de vanguardia antibelicista del siglo XX, visto en bucle en un pequeño televisor en el escenario que apenas se ve, ni se escucha ni se entiende al menos que uno se fije muy atento a ello y se haga algunas preguntas.
Written by: Huffington Post
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